Bruno Gabriel L. García
No me mal entiendan, repudio en exceso esa latinada de ver sin desparpajo el culo y tetas, que suelen hacer los varones con síndrome de machos de undécima calaña. Yo prefiero admirar, aunque sea escuetamente un rostro bello, o mejor, la forma de cómo ellas caminan, la soltura, coquetería y sensualidad que explotan a cada paso. Como también la forma de cómo cae y mueven sus cabellos, la finitez de sus manos, el olor dulce con que inundan ambientes con su sola presencia, la gracilidad con que bajan una escalera, viéndote y haciéndolo tan sensualmente que solo basta con su beso en la mejilla al saludo o su simple voz en un -hola-, para amarlas por un par de vidas.
Son esos detalles que hacen que uno ame a las mujeres, con todas sus grandilocuencias. Pues ellas no solo son hermosas, sino inteligentes; han logrado (En toda esta era de patriarcados decadentes), mandar y hacer cuanto quieran. Ensalzar todo cuando las rodea, con tal gracia que Troya no hubiera sido nada sin su Elena; o el Quijote, que hubiera sido solo un simple loco si Dulcinea no hubiera asomado su ser ese día, en esa taberna, en que ese larguirucho luchador de molinos y que junto a Sancho no hubiera caído a ese lar de ebrios arrechos.
Sofía es eso, esa cosa que exacerba almas y alborotaría a toda Troya (Si aún existiese). Por ella es que trasluzco en una suerte de Quijote sin Sancho; pero capaz de liar -en este caso, en esta era-, con fábricas enteras.
Sofía, mi querida Sofi (como siempre la he llamado y he de hacer), con sus grandes ojos y sus manitas delicadas… y la sensualidad a flor de piel, encantando a cada varón que la llega a conocer. Pues, su dulce voz y la viveza e inteligencia en ella bastan para fulminar a uno, en un tiro a quemarropa y en la cabeza.
Ella siempre ha sido así. Desde que la conocí, sé, siempre lo será. Pero ahora otro anda a su lado; ese maldito afortunado quizá no sepa lo que tenga entre manos. Quizá no la conozca la mitad de que ella y yo sabemos uno del otro, de lado a lado. Pero ¡Diablos! Que ella solo ve mi amistad y algunos juegos de pareja que usa para manipularme como títere en baladí de amores.
No la reprocho, sin embargo; pues ella sabe que la amo y juega con ello, lo aprovecha… y me gusta.
Mañana la veré al ocaso, por ahora solo contento mi amanecer con coger mi antigua máquina de escribir, un par de cajetillas de tabaco y algún aguardiente, del bueno; y jugar a escribidor de los años cincuenta. Ponerme a relatar como antes lo hizo Bukowski en algún motelillo, de sórdidos pasillos y putas en esquinas.
Mañana la veré al ocaso, espero poder robarle otro beso.
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